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La industria del videojuego está obsesionada con su pasado (pero no es sólo por nostalgia)

Paula García Gil
Por Paula García Gil
El 26/12/2024
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La industria del videojuego está obsesionada con su pasado (pero no es sólo por nostalgia)

¿Está la industria de los videojuegos en una crisis marcada por remakes, reboots y otros reciclajes? ¿Queda espacio para las ideas nuevas? Hablamos de la obsesión gaming con su propio pasado

 

Cuando tenía catorce o quince años seguía religiosamente la misma rutina todos los días: llegar del instituto y sentarme frente al ordenador -un armatoste que tenía ya un buen tiempo y corría, si mal no recuerdo, el entonces novedoso Windows XP- a jugar a World of Warcraft con mis amigos. A falta de Discord, mi mejor amiga de entonces y yo nos conectábamos al chat de voz proporcionado por un teléfono fijo que tenía en mi habitación colocado en modo altavoz. Poco a poco, sin embargo, el juego perdió nuestro interés: nuevas expansiones que no nos encantaron, falta de tiempo para disfrutarlo de esa manera tan despreocupada y, en general, diversas circunstancias que hicieron que no volviésemos a quedar en Ventormenta mientras hablábamos de deberes, exámenes, música o series de televisión.


Estaba claro que ese momento de mi vida no iba a volver… si no fuese porque ahora mismo podría enchufar World of Warcraft en su servidor Classic y acceder al juego tal y como lo recuerdo allá por el año 2006. Ni yo soy adolescente ni tengo los mismos amigos ni, desde luego, los mismos horarios, pero hay un reducto de mi mundo ahí, congelado en el tiempo, y habitado por otros usuarios que, como yo, crecieron en él y quieren, por ello, revivirlo. Supongo que de manera similar se sentirían aquellos niños que crecieron jugando a las primeras versiones de Fortnite, lanzadas en el año 2016, y que ya un poco mayores vieron el año pasado el relanzamiento de su mapa original, llamado Fortnite OG.

 

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No es que lo diga yo, sino que lo dicen las cifras: 44 millones de jugadores accedieron a este modo, sentando un precedente y consiguiendo que, al final, Epic Games vaya a convertirlo en un modo permanente. Algo similar debieron pensar en las oficinas de Blizzard respecto a Overwatch, que también lanzó recientemente un modo “Classic” que traía de vuelta a la secuela de este hero shooter las primeras temporadas del título original, con sus virtudes y sus defectos, para que quienes empezasen a jugar hace alrededor de diez años pudieran revivir viejos tiempos.

 

Las empresas no están dispuestas a tomar el riesgo de apostar por nuevas ideas

 

Los remakes, reboots, relanzamientos, remasters, secuelas y precuelas, resurgimientos o “revivals” no son un elemento novedoso, a estas alturas, en ninguna industria cultural que se precie. El cine, la televisión, la música e incluso la literatura conoce bien el a veces sano, a veces un poco perverso, arte de darle al público un poquito más de lo que ya sabemos que les gusta. Pero, y a pesar de que esto puede cumplir una función -establecer el arte como algo atemporal y no ligado a un momento; ¿por qué no podrían los chavales de ahora disfrutar de la música o las películas de los 70 o los 80?- la industria de los videojuegos, en particular, parece estar en un momento extraordinariamente obsesionado con su pasado.


Ni siquiera me refiero a solo los juegos como servicio, cuya identidad mutable podría justificar, en parte, una revisión contextual de sus orígenes. Básicamente todos los ámbitos de la industria están en ese proceso de auto-revisión y explotación constante. Vía precuelas (como las recientemente anunciadas de Mafia o Gears of War), remasters o reediciones se reviven series que creíamos perdidas para siempre como Gex, Soul Reaver, Baten Kaitos o Tombi. Todos los servicios de suscripción que se precien tienen una sección, más pequeña o más grande, de juegos retro. El tiempo que pasa entre el juego original y su versión reimaginada y mejorada es cada vez más corto: los jugadores criticaban, medio enfadados, medio divertidos, que PlayStation hubiese considerado a principios de este año que The Last of Us: Parte II necesitaba una versión con mejores gráficos sólo a tres años de su lanzamiento.

 

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A pesar de que es una muletilla recurrente, no creo que el aumento drástico en este tipo de desarrollos, de conceptos, tenga que ver con que o los creativos o que el propio medio “se haya quedado sin ideas”. Es que hay una serie de circunstancias que han hecho que las empresas, especialmente las grandes empresas, no estén ya dispuestas a tomar el riesgo de apostar por nuevas ideas. En lugar de eso, acuden a la táctica más sencilla, al sitio más cómodo desde el que crear y, claro, ganar dinero: las ideas probadas, las que ya sabemos que funcionan, las que no necesitan convencernos para encandilarnos.


Quizás el usuario medio, el jugador medio, no lo sepa, pero los videojuegos se encuentran, ahora mismo, en una situación de crisis. Una en la que los cierres de estudios y, sobre todo, los despidos multitudinarios de desarrolladores y creativos dentro de ellos están a la orden del día. En el año 2023, más de 10.000 desarrolladores fueron despedidos; en la fecha en la que escribimos este artículo, durante 2024, ha habido otros 14.000 que se han quedado sin trabajo. Esto no quiere decir que no esté habiendo grandes éxitos, títulos que funcionen bien y consigan millones en ingresos, sino que el aumento de las ganancias y el número de jugadores no está siendo tan rápido como los directivos y altos cargos quisieran.


El videojuego sufrió una grandísima explosión durante los años 2019 y 2020, correspondiéndose con la situación de pandemia mundial y los varios confinamientos que limitaron ciertos tipos de ocio e hicieron que las personas tuviesen que pasar más tiempo dentro de casa. Los videojuegos funcionaron como escape para muchos pero, recobrada la relativa normalidad, las cifras de compra, consumo y,  en general, engagement, han normalizado bastante sus valores. Aspirando al clásico mito del capitalismo del crecimiento infinito, las empresas aspiraban a mantener este nivel de expansión de ahora en adelante; muchas aprovecharon la situación para ampliar plantillas o incluso adquirir otras empresas. Ahora, con la industria en (leve) recesión, son los trabajadores quienes sufren las últimas consecuencias.


A esta situación socioeconómica se le suman algunos factores más puramente tecnológicos. Por ejemplo, el de que el aumento de potencia del hardware -tanto consolas como PC- que se usa para jugar videojuegos, el progreso de los motores y el aumento, en parte empujado por el marketing de las empresas, del interés del público por gráficos más realistas, más detallados, o sistemas más complejos, ha encarecido notablemente el coste económico de la creación de videojuegos. Algunas desarrolladoras, como Nintendo, han resistido razonablemente bien el empuje de la implementación de mayores resoluciones o nivel de detalle, o tecnologías como el trazado de rayos; otras, como Microsoft o Sony, han empezado a utilizar esta mayor complejidad, mayor potencia, como piedra angular de sus estrategias de mercado. Pero la escalada técnica implica desarrollos más largos, generalmente en manos de más personas, que terminan por costar más dinero. El coste medio de un videojuego de alto presupuesto oscila entre los 100 y 200 millones de dólares; Cyberpunk 2077 costó alrededor de 400, y la última entrega de Marvel’s Spider-Man, más de 300. Por poner estas cifras en contexto, el videojuego más vendido de PlayStation 3, Grand Theft Auto V, tuvo un desarrollo de 137 millones de dólares, considerado una cifra ya masiva para la época.

 

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¿Cuánto tiempo puede sostener la industria este ritmo de constante regurgitación y reciclaje de ideas?

 

Así que, en el año 2023 y 2024, las empresas han peleado por conseguir encontrar un Santo Grial de difícil alcance: videojuegos más potentes, más caros y más complejos que no sólo recuperen sus elevados costes, sino que también generen muchos beneficios. Si la prioridad es gastar mucho dinero para multiplicarlo exponencialmente, entonces el coste de fracasar, de no gustar a los jugadores y, sobre todo, de obtener malas ventas es muchísimo mayor. Para intentar protegerse de esto, las empresas tratan de jugar a lo seguro. Reeditar juegos ya hechos, expandir franquicias ya existentes o volver a contar historias ya contadas no sólo abaratan ciertas partes del proceso de creación de los videojuegos, sino que garantizan que al menos un sector del público acogerá la idea con ganas, movidos por sus sentimientos previos hacia las series o personajes.


Pero ¿cuánto tiempo puede sostener la industria este ritmo de constante regurgitación y reciclaje de ideas? ¿Cuánto tiempo pueden pasar los jugadores consumiendo el mismo producto, una y otra vez, antes de acabar por fatigarse y dirigir su interés hacia otras cosas? Como suele ser habitual, pero ahora más que nunca, al final es la creatividad de las personas individuales, de los diseñadores, guionistas, y, sobre todo, de los desarrolladores independientes la que aporta notas de aire fresco y, en última instancia, hace que el medio progrese y mejore. Pero si el grueso de los despidos y de los cierres, si la repercusión de la búsqueda de crecimiento exponencial por parte de las grandes empresas acaba perjudicando precisamente a estos, a los trabajadores y a los estudios más pequeños, el panorama puede volverse muy aciago en los próximos años. A lo mejor, dentro de no tan poco, ya no quedan ideas que reciclar. Si la situación acabase por estallar (y no sería la primera vez, dentro del medio), ¿se advendría una industria totalmente nueva y mejor que esta, o desaparecería para siempre lo que nos gusta de los videojuegos?

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